El Ineludible Impacto de la Belleza. 1994-1996
En este fin de milenio en el que, se han desmoronado tantas cosas que parecían eternas, se han diluido en la nada tantas ideas, y rota la dictadura de los gurús se ha recuperado la libertad de ver, oír, sentir y hablar por uno mismo, creo que una de las pocas certezas que nos quedan es la de la fuerza tenaz con que se impone la belleza, ese algo indefinible que, cuando se hace presente, acaba con todo.
El primer contacto, con la pintura de Mario García, el joven pintor nacido en Granada en 1970, produce esa mezcla de sorpresa esperada y de fruición estética que enriquece la vida. Definir su obra con el viejo lenguaje artístico del siglo XX sería absurdo, cuando se trata de alguien que ya vive en otro concepto, otro ámbito, temporal y espacial... ¿Expresionismo abstracto? ¿Abstracción neobarroca? ¿Pintura lírica?. Quienes llevamos, aún, a cuestas los arquetipos y el vocabulario de la critica del arte, todavía al uso, necesitaremos, por el momento, buscar referencias y analogías.
Pero, ¿existe algún ser humano igual a otro? No. Y en el caso de la pintura de Mario García, cada pincelada es un latido de su corazón, y la colocación de cada mancha y cada línea está decidida por su espíritu libre e irrepetible.
Yo no sé si existe una ciencia que, semejante a la grafología, sea capaz de hacer el retrato interior de un pintor, a través del estudio de su obra.
En los cuadros de Mario, aparece, siempre, el artista, como en un soberbio autorretrato hecho de colores, volúmenes, luces y sombras, y líneas, invisibles y sabias, que ordenan todo.
No he tenido con el joven artista más que dos breves encuentros, pero desde el primer momento he sentido que irradia, confianza en si mismo, fuerza contenida, alegría, pasión, valentía… Todo ello está en su obra, en la que sorprende el contraste de la suntuosidad del color de Tiziano y Rubens, ó Kandinsky y Viola, con la solidez de los negros aterciopelados y la incógnita de los blancos puros. Pese a la aparente facilidad al cubrir la superficie del cuadro, con grandes pinceladas, como de la "action painting", o con "drippings", chorreados como por azar, hay una férrea estructura mental que a veces, por poner hitos, nos trae a la memoria los nombres de José Guerrero ó de Gerardo Rueda, tan intempestiva y despiadadamente desaparecidos, y un concepto del dibujo subterráneo que, como una malla metálica del granadino José Rivera, mantiene en pie toda la invención pictórica que nos acerca a Barjola ó a Bonifacio Alfonso.
Y estoy seguro, con esa certeza que sólo da la intuición del deslumbramiento, que con todos ellos, como con Félix Juan Bordes, el injustamente olvidado pintor canario, tiene algo en común Mario García, que pese a la diferencia de edad, seguro que gozará con la obra que ellos han hecho en otro momento, y otras circunstancias, pero también, desde el apasionamiento controlado y la verdad íntima.
Aunque, afortunadamente, las fronteras entre la abstracción y la figuración se han disuelto, y lo único importante en la pintura, es la calidad, yo quisiera pedir a Mario García, que, por un tiempo, huya aún de la seductora tentación de pintar las cosas tangibles e inmediatas.
Debe seguir representando arrebatos, estados de ánimo, sentimientos, en ese lenguaje rotundo del color y el volumen con que se retrata como Dios lo hace, en los cielos del alba o el crepúsculo, en el fragor de la lava ardiente, o en el mar embravecido y casi todopoderoso.
Es importante que la juventud, ese efímero y magnífico episodio vital, deje la huella de su fuerza, su voluntad, sus sueños y sus anhelos, en las manifestaciones artísticas que tienen que conmover, unir y despertar a cuantos somos víctimas del inevitable impacto de la belleza.
Javier González de Vega y San Román
ESCRITOR Y CRÍTICO DE ARTE